Nunca podré olvidar la primera vez que divisé a los caínos, zainos o junas en compañía de Frassinelli. Sentado en la más alta cumbre de la majada ,reponíame apenas del asombro que me acababa de causar la súbita apariciónj de las caladas agujas y de las gigantescas torres de los Urrieles, a través del tupido manto de nieve desgarrado por las brisas del mar, disipado y deshecho por los rayos del sol. Pidiendo noticias al más rústico de los cabreros que, apoyado en su cayada, me contestaba, sumido en la misma contemplación, a pesar de su rudeza y de la costumbre, preguntaba el modo mejor de verificar la ascensión a aquellos verticales picos.
Ahí, sólo esos demonios de cainejos pueden cazar…que se pegan a como moscas e en las peñas, me contestó.
-¿De dónde son esos cainejos? Le pregunté.
-¿De donde van a ser? De Caín. Un pueblo colgado ahí abajo adonde no se puede entrar ni salir y donde viven todos de la caza…¡Allí los tenéis!, añadió, con el tradicional lenguaje, señalándome las más tajadas aristas de un insondable precipicio. Seguí con los ojos el tosco cayado del pastor, y se me heló la sangre en las venas. Como una mosca imperceptible en el cuello de una botella, para seguir la comparación del pastor, un ser con figura humana acababa de aparecer en medio de la arista de una encumbradísima peña cortada a pico, sin que pudiese comprender cómo humanamente podía sostenerse allí en aquella luciente y bruñida vertical colgada sobre el abismo. Un grito natural, salvaje, ronco, resonó en las concavidades del joo. Un peñasco ciclópeo, sacado de su secular equilibrio por el brazo poderoso del cainejo, cayó, que no rodó, por la pendiente, y chocando contra las puntas de las peñas, ensordeció el valle todo entero. Las gamuzas, que se refrescaban acostadas en las grandes manchas de nieve, se pusieron en pie, irguieron sus cabezas adornadas con los airosos cuernecillos, y el poderoso macho que las capitaneaba, lanzando su penetrante silbido, se escapó al galope, seguido de todos los demás, por las escabrosidades de las peñas. No tardamos en oír una detonación y, entre el humo producido por el disparo, vimos levantarse de una peña, suspendido al borde de un desfiladero, a otro cainejo que, corriendo tras de su pieza despeñada, la alcanzó, la remató y la degolló, y aplicando sus labios a la herida, bebió largamente y con delicia la caliente sangre del gallardo habitante de los abismos.
De " El tesoro de los lagos de Somiedo"
En los Picos de Europa...