miércoles, 9 de enero de 2008

Notas de una noche en Peña Santa



Va cayendo la tarde; el día fue esplendoroso. La roca caliza aun conserva en su seno las ardientes caricias del sol.
Estamos en las angosturas de la estrecha Forcadona, después de penosascensión desde tierras de Sajambre.
A nuestros costados, Torre Santa de Caín y Torre Santa de Enol, nos asombran con la audacia de sus inaccesibles riscos. Allá abajo, hacia Castilla, un incomparable mar de nubes se extiende a nuestros pies; sólo picos aislados emergen, a modo de islotes, de su superficie. Espigüete, destaca la blancura de su airosa silueta.
Seguimos subiendo. Ya estamos en la cumbre del macizo. A nuestra vista se ofrece el panorama inmenso de la montaña, limitado por la azulada faja que poco a poco va esfumándose: el mar cántabro.
La Naturaleza se apresta a descansar. Pronto a la luz solar sucede la incierta claridad del crepúsculo. Una manada de rebecos pasa veloz hacia su guarida. Nuestros espíritus, henchidos de fuertes emociones, sienten también la necesidad de reposo. Una ucuevona en el paredón abrupto del grandioso anfiteatro de Jou Santo nos acoge hospitalaria. Las tinieblas nos invaden, nos parece estar sumidos en un antro infernal sin posible salida.
Mas la luna va levantándose poco a poco y al conjuro de su luz mate van adquiriendo los riscos siluetas fantásticas. Torre Santa de Enol, yérguese plateada, desafiando las tinieblas. Los través de nieve jamás hollada, las cembas esparcen claridad enfermiza y reflejos debilitados. El silencio es majestuoso. Se oye el latido de nuestros corazones; no hablamos; nos recogemos en nosotros mismos. Toda nuestra vida desfila ante nuestra conciencia.
Es la nieva tan blanca que mantenemos charla con nuestras máculas. Quisiéramos haber sido siempre puros.
La noche es eterna; nos vemos empequeñecidos alo sentirnos más cerca de Dios.
No podemos más; nuestra imaginación evoca entre aquellos riscos una salvaje cabalgata de Walkyrias, cuyos gritos repercutiesen en todo el circo al compás del galopar desenfrenado de sus corceles.
Más no: el soberbio escenario, a pesar de sus salvaje desnudez, no se presta a la dureza de la mitología escandinava de los Edda: la noche tiene una poesía que al penetrar en nuestros espíritus, los infunde una dulzura incomparable. Pensamos en un violín, cuya alma loca al saltar de risco en risco, desgranase las dulces notas de una sonata de Beethoven.
Hemos pasado varias horas abstraídos y mudos. De pronto, todos a una, y como obedeciendo un tácito acuerdo, cantamos, rompiendo el silencio augusto de aquella inolvidable noche, con los tristes sones de tonadas astures que hablan de amores, y que las rocas insensibles, incapaces de sentir, van repitiendo hasta que se extinguen allí lejos…
Un frío sutil, empieza a invadirnos. El alba a romper el encanto de la noche.
Ya la lucha, entre la luz y las tinieblas, está empeñada, y a poco una aureola rosada que tiñe la cumbre de la Torre de Caín, nos dice que el sol ha enviado su primera caricia a su desposada, la montaña.

J.Delgado Úbeda.


Publicado en Madrid Sport. 1922

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